Daguerrotipo de la posguerra, y algo más.

 

 

 

 

 

 

Carlos Rodríguez-Navia

 

     


 

       PROLOGUILLO JUSTIFICABLE.

 

 

La Historia, incluso con las deformaciones y subjetividades de quienes la escriben,  puede ser también una manera de intentar  comprender el camino evolutivo de nuestros antepasados, con sus creencias, ambiciones y carencias, teniendo siempre  en cuenta  la  dificultad de no poder situarnos en sus mismas circunstancias.

No pretendo  relatar casi nada  que no se sepa o no se haya escrito, pero si intento dejar plasmada la limitada visión de un largo e influyente periodo de mi vida, en conjunción con los demás congéneres y con la ilusa pretensión de que alguno de nuestros descendientes pueda llegar a comprender algo de una generación que, casi como ninguna otra de nuestro país y de una manera muy comprimida y con muchas dificultades, tuvo que pasar por todos los cambios sociales, políticos, ideológicos, laborales, familiares, educativos, morales, etc., a la misma velocidad creciente que ha acaecido con todo tipo de comunicaciones, y aunque no se debe volver la vista atrás para tratar de recuperar situaciones o ilusiones imposibles, sin embargo sigo creyendo, que del pasado se puede aprender mucho, el presente hay que  experimentarlo  y el futuro lo estamos pasando a presente  en cada momento.

Con el paso de los años también se evidencia con mucha más firmeza, que la vida hay que vivirla cada día, asumiendo el ambiente y las condiciones  que nos ha tocado vivir, intentado  ir evolucionando con la sintonía y la velocidad más  adecuada, recapacitando con sosiego y tranquilidad,  para relativizar muchos discutibles dogmatismos y los equipajes que hay que dejar atrás.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I.-  FORMACIÓN SOBRE ASCUAS.

  

 Entre la ya escasa generación de los que nacimos en los años 30, década de graves acontecimientos en España, al ir acercándonos a  la edad del discernimiento  y ante las  preguntas y respuestas de todo tipo que nos hacíamos ya con cierta seriedad, era casi inevitable el que en alguna ocasión llegáramos  a tener algún tipo de duda  con respecto al bando en que nos  hubiéramos situado durante la guerra civil, teniendo en cuenta  las distintas situaciones y circunstancias  en la que nos podíamos mover.

  Con unos padres de derecha moderada y otra parte de la familia con ideas republicanas, puedo decir que tuve una educación bastante desprendida y sin conflictos ideológicos puesto que,  aunque no tanto como uno quería cuando aún era adolescente, habitualmente se solía conversar con bastante objetividad sobre temas o sucesos que en otras familias estaban casi considerados como doctrinas.

 Aunque habitualmente  vivíamos en Gijón casi todo el año, yo nací un verano de 1933 en la casona que mi madre y mi tío  habían heredado en una aldea cercana a Pravia. Según comentaba mi madre, ya desde pequeño mi carácter mostraba indicios de timidez,  era callado y muy observador. Cuando en 1936 estaba la ciudad  ocupada por el  Ejercito Republicano, padecí un largo y grave tifus exantemático, con periodos de alta fiebre e inconsciencia, pero que  en los ratos de lucidez y sin quejarme, estaba muy pendiente  de los comentarios  de los que me rodeaban,   

Salí de aquel peligroso trance gracias a los especiales cuidados de mi madre y a la dedicación de un médico republicano y gran profesional, que con unas escasas medicinas rusas, mantuvo la esperanza de mi curación y hasta se jugó su prestigio, al ocultar mi situación a las autoridades sanitarias, lo  que me libró  de ser trasladado a Covadonga, lugar al que eran llevados casi todos los niños enfermos, parte de los cuales fueron evacuados a Rusia y de donde algunos tardaron en poder regresar más de veinte años. 

Del conflicto mismo solo tengo relámpagos de memoria de relativa importancia, como el sonido de  algunas ráfagas de ametralladora,  el Simancas en llamas, las sirenas de alarma, los  gritos de vecinos, los aviones  bombardeando y  la permanencia a oscuras en húmedos refugios, pero tengo muy gravado el día que entraron en Gijón las Brigadas Navarras y probé las primeras galletas María y la leche condensada que repartían  para la población.

  Acabada la guerra,  ya en 1940, pasamos poco más de un mes en Villamanín, pequeño pueblo de la Provincia de León, para recibir los tibios rayos del sol, el aire seco y fresco, restaurando salud, nervios y tranquilidad ambiental. De  aquel lugar tengo el  buen recuerdo de los paseos diarios junto a un  hermoso riachuelo bordeado de árboles, los tazones de leche con pan y el  ver pasar al tren que venía de Madrid.

Al año siguiente, estuvimos otra temporada en Santiago del Monte, pueblín que está  cerca del actual aeropuerto de Ranón. Allí continué reponiéndome y  apreciando más las visiones del campo, los bosques y las vacas, con la compañía,  atención y ternura de las sencillas gentes del lugar. Mi ya precoz y desarrollado sentido del olfato se sintió felizmente halagado por la frescura ambiental,  el olor de la hierba recién segada, del aire de mar, los pinos, las manzanas maduras y hasta llegó a gustarme el olor del cuchu, desde entonces ya absolutamente relacionado con el campo asturiano.

Inicie mis estudios en el Colegio de los Jesuitas de la Calle Uría, aprendiendo a escribir haciendo palotes a lápiz y pasando después a usar  plumines  que se mojaban en un pequeño tintero cerámico incrustado en el pupitre, temiendo al  Hermano Martínez, que perdía  fácilmente la paciencia y nos daba certeros golpes en los nudillos con una vara, cuando hacíamos borrones o cogíamos el palillero  de mala manera. 

 En Septiembre de 1939, cuando Franco hizo una breve visita a Gijón, alguien del colegio decidió que  otro compañero de mi edad y yo,  nos colocáramos a ambos lados del caudillo disfrazados de cardenales, durante la solemne misa celebrada por los caídos en las ruinas del Cuartel de Simancas. Recuerdo perfectamente que  permanecí todo el tiempo en una piadosa actitud de orante, sin atreverme a mirar a aquel personaje tan venerado por la multitud.

Mi transitoria vida en Gijón  durante los años posteriores, pasó lentamente con los episodios lógicos de la época y la situación, empezando a hacer amigos, pequeños viajes en tranvía a Somio, El Musel o Candas, aparte de los que hacíamos de vez en cuando a Riberas, para ir saneando y organizando la casa en donde nací. Jugar en  Begoña,  andar por el puerto o la playa, eran las sencillas diversiones, además de ir al cine a ver películas de vaqueros (las llamábamos de convoys) con unos relamidos Kent  Maynard o Buth Jones, en blanco y negro  con subtítulos, pero recuerdo especialmente  la impresión que me produjo Blancanieves,  por el colorido y la calidad de los dibujos.

En 1943, mi padre, que había perdió todo su negocio de venta de automóviles,  decidió que nos trasladáramos a Madrid. Ese fue mi primer trayecto largo en un  tren que iba lleno de gente en los pasillos, con maletas y bultos y que tardó 11 horas en llegar, con carbonilla hasta en los oídos. Me impresionó la enorme bóveda acristalada de la estación del Norte, el ruido y bullicio de gente, mozos de cuerda, carros de mano y carricoches eléctricos cargados  con enorme cantidad de bultos y cuando salimos al exterior, me pareció que Madrid tenía una luminosidad especial.

Nos instalamos en un  piso del barrio de Arguelles, cerca de la Plaza de la Moncloa junto a las fábricas de Gal y del Laurel de Baco, por una zona  que había sido especialmente batida durante la guerra, con las visibles ruinas de la  Cárcel Modelo, la Ciudad Universitaria, Paseo de Rosales, etc. y cuando por la parte izquierda de la Calle de Cea Bermúdez, había grandes montículos de tierra arenisca, con huecos y  cuevas  excavadas, utilizadas como vivienda de  indigentes.

Me metieron en el Colegio Areneros  en la calle Alberto Aguilera, perteneciente también  a los jesuitas pero bastantes más ásperos que los de Gijón. Este gran centro, con más de mil alumnos, tenía fama de tener una glorificada disciplina, casi  castrense, muy clasificadora y con unas claras predilecciones competitivas. Recién incorporado  y al saber mi procedencia, un inspirado sacerdote me dijo: “asturiano, loco vano y mal cristiano” y aunque no sabía  si el sentido de aquella frase era una broma, un oculto rechazo o una premonición, lo cierto es que no me inquietó nada, pero no se me olvidó nunca. En el ambiente del colegio siempre parecía flotar una religiosidad agobiante, con la continua vigilancia de Dios, nuestra constante situación de pecado y la consecuente amenaza del fuego del infierno. Había que acudir a misa y rosario diariamente, más el  mes de María, con la obsesiva exaltación de la pureza y sumisión a la Inmaculada, en contraste comparativo con el resto de las mujeres, que salvo su condición de madres, eran las autoras o protagonistas de frivolidades, provocaciones y caprichos.

Hasta pasados bastantes años no vislumbré que esa promovida misoginia, muy posiblemente era una temerosa defensa ante la aún embrionaria evolución de la mujer y  que esa formación religiosa que se inculcaba entonces, contribuyo bastante al posterior desapego espiritual de gran parte de nuestra juventud.

Positivamente tengo un gran recuerdo del Sr. Rota, para mí, el mejor profesor que teníamos y de quien se decía, que se había gastado todo su dinero viajando por gran parte del mundo, lo que quizás contribuía a hacernos más amena  e interesante la Geografía. Cuando se iniciaba  el segundo curso en Octubre de 1945, recién terminada la II Guerra Mundial, este gran pedagogo nos anunció muy emocionado, que acabábamos de entrar en la Historia en la Edad Atómica y, con lágrimas en los ojos, nos describió como era el Japón que había conocido, con sus arrozales, sus almendros en primavera, la educación y limpieza de sus ciudadanos y su respeto a La Naturaleza, haciendo una  feroz crítica de todos los fanatismos religiosos, a toda clase de imperialismos y el atraso que suponía para el mundo el entrar en la carrera de armamentos, argumentos que, en cuanto tenía ocasión, siempre nos introducía hábilmente en su disciplina, con  la valentía de afrontar unos temas tan delicados y embarazados, cuando nuestro país aún  estaba bastante indeciso en definir su acercamiento político.

 En casi todos los colegios privados y mayormente los religiosos, existía una disciplina igualmente rigorista e inflexible, en la que la educación y cultura del Nacional Catolicismo estaba impuesta con mezclas de manifiesta piedad, comunión controlada y castigos de rodillas con las manos en cruz. En materias de filosofía, moral o religión, no se permitían dudas  ni preguntas maliciosas y en los temas históricos, se insistía mucho  en las azucaradas versiones del Imperio, ensalzando machaconamente el éxito de La Reconquista, con especial veneración a los Reyes Católicos,  la expulsión de los judíos y las grandes conversiones y bautizos de los indígenas americanos.

Una  fugaz experiencia, me confirmó en la decisiva importancia e influencia  que puede tener sobre el futuro carácter de los ciudadanos de un país, cuando la libertad y las ideologías de un régimen dictatorial, están obligatoriamente canalizados en una sola dirección.

En un corto viaje que hice con mis padres  en 1946  por el Sur de Francia hasta cerca de Burdeos, me causó gran sorpresa el ver cómo, aun estando recién terminada la  II Guerra Mundial, era muy palpable un espíritu de superación dinámico y abierto y  que,  siendo Semana Santa, había toda clase de espectáculos con gran animación en calles y locales públicos, en comparación con la afectada mística y la obligada tristeza ambiental de aquella oscurantista España, en la que solo se oía música sacra en la radio, los cines y teatros permanecían cerrados y  hasta las ya bastante  tristes imágenes de las iglesias, se cubrían de tela negra.

 

 

 

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