Microcuentos de terror

 


«PAPÁ SE HA IDO»

por Jerónimo Méndez



«Otra vez siento ese sabor a óxido en la boca pero esta vez viene acompañado de un dolor abdominal indescriptible. No puedo moverme, solo siento mi cabeza apoyada en un nogal y mi cuerpo sobre el verde césped. Cuando observo, noto que mis órganos están fuera, cubiertos de sangre y una materia oscura. Frente a mí, el responsable de este terrible acto. Un ser humanoide de cuencas vacías, labios ausentes, una dentadura enorme y filosa y unas enormes garras de 40 centímetros. ‘Espero que vivas para ver sus rostros’. Su frase me desconcierta y, mientras lo veo desvanecerse en el aire, escucho el sonar de las campanas. Una puerta de cristal se encuentra a escasos 4 metros de mí. De ella provienen las más graves voces. No puede ser aquí. Intento huir pero ya no puedo moverme. Ya es tarde. Las puertas se abren y las voces se convierten en gritos desgarradores. Frente a mi, un montón de niños con sus trajes de escuela lloran. Una de esas dulces y tristes voces resalta de las demás. ‘¿Papá?’ La voz de mi pequeña me llena de desesperación y tristeza. Intento prevenirla, decirle que se aleje de tan funesto lugar pero siento como una enorme garra comienza a cortar mi garganta y una horrible voz a mi lado ‘Papá se ha ido’.»


«HASTA LA TUMBA»

por Luisa Vázquez




«Su exmarido había sido ejecutado por el asesinato de sus padres hacía tres días. Lo último que gritó antes de que lo frieran fue: – ¡Te mataré!, mientras la miraba a los ojos y se reía. Aún así no había perdido la costumbre de comprobar puertas y ventanas. Tampoco la de dormir con la mano apoyada en la fría empuñadura del revólver. A las tres, la misma hora del ataque, un sonido la despertó. Con los ojos entrecerrados miró la habitación en penumbra. Las sombras de los muebles y el movimiento de la cortina le daban a todo un aspecto fantasmagórico, pero no era diferente a otras noches. Volvió a dormir. De repente, sintió un peso dejarse caer en la cama a su lado. Sintió su olor, ese que había aprendido a temer, su respiración entrecortada. Una mano apartó el pelo de su oído y le susurró mientras le lanzaba su aliento apestando a alcohol: – ¿Creíste que la silla eléctrica te iba a librar de mí? Su risa sonó lejos. Luego silencio. Se incorporó y encendió la luz aterrada. Nada, el cuarto estaba vacío. Y entonces, una mano surgió de debajo de la cama, la agarró por el pie y tiró arrastrándola hacia el suelo mientras ella gritaba desesperada. Cuando desapareció bajo el colchón se hizo el silencio. Un silencio de sepulcro roto solo por una frase lanzada con ira: – ¡Te dije que te mataría!»


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