Microcuentos de terror

 


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 «QUIÉN»




«Me lo repito mientras sigo a la figura calle abajo camino del parque. No puede ser pero no dejo de pensar que no me equivoco. Sus pasos irregulares, la ropa que lleva, la forma en la que mueve la cabeza. A pesar de que el sol brilla con fuerza no puedo evitar que un escalofrío recorra mi cuerpo haciendo que me estremezca mientras pienso que estoy loco por hacer lo que estoy haciendo. No. No puede ser él. Yo estuve allí. Vi cómo certificaban su muerte, vi cómo lo sacaban en aquella caja de pino oscura y vi, testigo de primera fila, como él, amigo de toda la vida, volvía a la tierra de donde había salido. 

Ahora, persigo una sombra, una figura que no puede ser él, pero que mi corazón y mi mente me indican lo contrario. Necesito acercarme. Tocarle. Asegurarme que no es la misma persona que conocí hace tanto tiempo. Que no es ese cuerpo inerte que lleva más de un mes en un foso de tierra en el cementerio de esta ciudad. Esquivo algunos peatones que no veo de frente porque estoy obsesionado por alcanzarle, aunque no sé muy bien lo que haré cuando lo haga. ¿Le toco el hombro?. ¿Le llamo por su nombre?. Si realmente es él, ¿qué hago?.No soy consciente de cómo he llegado a acercarme tanto pero me sonríe a través de una dentadura desgastada y me habla. 

-Te estaba esperando.-dice. 

En ese momento, sé que yo también he muerto.»


    Inanna StM



«DUERMEVELA»



«La enfermedad no le daba tregua; solo ansiaba dormir. Cerró las ventanas, bajó las persianas y se dejó mecer por la voz profunda de Johnny Cash en la más completa oscuridad. Tanteando las paredes con dedos trémulos, tropezó con el sofá, se tumbó y esperó a que la venciera el sueño. There ain’t no grave can hold my body down, When I hear that trumpet sound I’m gonna rise right out of the ground. La voz del cantante le llegaba desde muy lejos, como un eco devuelto por las profundidades submarinas. 

La primera vez que llamaron al timbre, el vibrante sonido parecido a la sordina de una trompeta la sacó de un duermevela erizado de pesadillas. La boca le sabía a tierra. Se levantó trabajosamente y con paso vacilante se acercó a la puerta. No había nadie. 

La segunda vez, aturdida y extrañada, volvió a levantarse para mirar, pero el umbral seguía vacío. La tercera vez, al sonido del timbre se unieron unos golpes secos en el portón. Convencida de que estaba siendo víctima de una broma pesada, abrió de improviso para pillar al bromista. 

Nadie. 

—¿Has visto, Juan? —exclamó la voz de su hijo menor—. ¡La puerta se ha abierto sola! ¿Quién anda ahí? ¿Mamá, dónde estás?

 —¡Déjate de bromas, Marcelo hijo! ¿Pues dónde voy a estar? ¡Aquí mismo! —gritaba ella, confundida, pero nadie la veía ni la escuchaba. 

Un escalofrío le recorrió la espalda cuando sus hijos la atravesaron a toda prisa para llegar al salón.»


 Mar Rojo


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