Microcuentos de terror

 


 «CATATONÍA»




«Despertó en una absoluta y completa oscuridad. No recordaba nada de las últimas horas. Es más, no recordaba siquiera los últimos días. Se incorporó, aunque al hacerlo se golpeó la cabeza contra algo. Empezó a intentar alcanzar un interruptor y al no conseguirlo cayó en la cuenta: estaba en una caja de madera. Gritó pidiendo auxilio, pero comprendió que era inútil ya que, probablemente, estaría bajo tierra. Le comenzaba a faltar el oxígeno y un olor putrefacto le entraba por las fosas nasales. Intentó tranquilizarse, mientras palpaba en su bolsillos algo con lo que salir de ahí. Encontró una moneda y se puso a buscar un tornillo -‘Bingo’- pensó. Y comenzó a desatornillar, primero uno y luego el resto. Cuando terminó, se cubrió con la ropa la cabeza, abrió la tapa y la tierra cayó sobre él. Excavó rápidamente y salió a la superficie dos minutos después. Un momento después, cuando sintió el aire fresco, se percató que estaba en un cementerio. Justo detrás de él había una lápida con su nombre y la fecha de hace dos semanas. Él no lo sabía, pero llevaba muerto varios días.»


    Félix Aguilar


 

      

 «LA VUELTA A CASA»





«Bajé del autobús concentrada en el móvil y no reparé en la oscuridad de la calle hasta después de unos metros. Pero entonces lo escuché. Sus pasos. Se dirigía hacia mí y noté una repentina aceleración del corazón. Apuré la marcha. Mi casa no estaba muy lejos, si corría llegaría en dos minutos. Sentí un frío atroz detrás del cuello, una sensación que bajaba desde la coronilla helándome por completo hasta el final de la espalda. Y el corazón, que cada vez latía más fuerte. Tum-tum tum-tum. Pensaba que se me saldría por la boca. Los pasos eran más audibles, más cercanos. Podía sentir cómo aquella presencia estaba ya a pocos metros de mí. ‘Corre’, me dije, ‘corre hasta casa’. Pero no pude. ‘Corre’. Estaba paralizada. Centímetros, ahora lo tenía a centímetros. Me quedé quieta y apreté el móvil tan fuerte que sentí un dolor punzante en la mano derecha. Con la izquierda agarré con fuerza el bolso, lo puse sobre mi pecho como un escudo. Acurruqué la cabeza contra él, como si quisiera esconderme dentro. No quería ver, tampoco escuchar. Temblaba. Sabía que estaba ahí, acechándome, a punto de alcanzarme. ‘Que pase ya, por favor, que pase’, susurré para mis adentros, aterrorizada. Y pasó. Justo a mi lado, sin mirarme siquiera. El chico que estaba sentado al fondo del autobús me adelantó y siguió su camino.»

    Adriana V. Cabezas

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