Microcuentos de terror

 


El puñal




En un cajón hay un puñal. Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.

Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.

Otra cosa quiere el puñal. Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.

En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.

A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.


Jorge Luis Borges



NATASHA




«Al principio, no me creeréis, como le ocurrió a Juan. Pero cuando terminéis de leer mi relato tendréis la misma certeza que ahora tiene él de que los fantasmas existen.
Hace dos semanas, cuando en la oscuridad de la noche volvía a casa por el callejón del cementerio, escuché un extraño sonido, agudo y desagradable, que parecía provenir del mismísimo infierno. No era la primera vez que ese sonido me asaltaba al pasar por allí, pero esta vez lo sentí mucho más próximo. No me detuve. Caminé más deprisa. No había recorrido ni la mitad del largo callejón cuando noté detrás de mí una presencia fantasmal, que bajo la escasa luz de las farolas cobró vida en forma de sombra. Una sombra en la que pude distinguir con claridad la figura de Natasha. Seguí adelante, casi corriendo, pero justo cuando iba a salir del callejón no pude evitar detenerme al percibir el aroma inconfundible de su perfume. Y miré atrás. Ahora, Natasha me acompaña fielmente cada día cuando vuelvo a casa por el callejón del cementerio.
Ayer, mi buen amigo Juan, tras contarle el suceso, decidió acompañarme y cuando aquel sonido, agudo y desagradable, apareció, él me dijo: ‘Pedro, tienes que aceptarlo. Natasha está muerta. Los fantasmas no existen.’
Y ahora, me dirijo a aquellos de vosotros que aún no creéis en fantasmas con la misma pregunta que le hice a Juan:
Entonces, ¿Quién está ahora mismo detrás de ti?»


      Sergio Linde




 


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