MAL TIEMPO PARA LA RECOGIDA DE ALGAS








     
      Cuánto le gustaba la mar a mi abuelo. En la mar se encuentran muchas cosas, decía. Entre las piedras, leña para atizar el fuego; en sus aguas, infinidad de peces para quitar el hambre. 
     Eso no le restaba su preocupación por los pescadores que cada día arriesgaban sus vidas a  bordo de pequeñas lanchas, poco más grandes que una cáscara de nuez. Siempre a merced de las aguas, a veces mansas, otras revueltas, las  más enfurecidas, dispuestas a tragárselos en menos de un suspiro.
      Mi abuelo miró el calendario clavado en la pared de la cocina. Era tiempo de mareas altas que llegaban hasta lo más alto de la arribada. La madrugada estaba fría como un carámbano.
       A él le daba igual, no tenía pereza, estaba acostumbrado. Abonar las tierras era lo primero. La tierra yerma no daba para comer.
     Decidido, se puso los pantalones más ajados que tenía. Calzó unas chanclas de goma. Después, con un saco hizo un carapucho para cubrirse. Tenía el cabello espeso pero, no le gustaba sentir el agua fría sobre su cabeza. El angazo al hombro para recoger las algas; no tenía espera.
     Llegó a la arribada del Cabo Blanco al aclarar el día. La marea estaba bajando y dejaba tras de ella cantidad de algas. Mi abuelo se puso contento, se frotó las manos una contra la otra para darles calor. Lo primero, tiró el angazo entre las aguas, antes de que estas recularan arrastrando con ellas lo que él necesitaba para abonar sus tierras.  
      Almorzara una taza de leche y un pedazo de pan de maíz. No tenía hambre pero, los años le pesaban, no podía con la brazada de algas que arrastraba el angazo. Nunca cosa tal le había sucedido.
      Los ojos de mi abuelo se abrieron como platos. Un hombre venía enzarzado entre los dientes del angazo y las algas. Tiró y tiró, hasta dejar aquel cuerpo al abrigo de la arribada. El esfuerzo le hizo tambalearse, le costaba tenerse en pie.
      La orilla de las aguas estaban revueltas, negras que daban miedo. Él temblaba desde los pies a la cabeza pero, el muerto ya estaba muerto y al abrigo de las piedras.
      Mi abuelo cogió con ambas manos el angazo, lo echó de nuevo en la negrura de las aguas, hasta arriba de algas. Esa mañana el angazo pesaba demasiado, las algas se resistían. Ya no recordaba si almorzara una taza de leche y un pedazo de pan de maíz. Fuera como fuera, no le daba tiempo para pensar. Tiró y tiró… Otro cuerpo venía enzarzado entre los dientes del angazo y las algas.
      Un sudor como la nieve recorrió el cuerpo de mi abuelo. Los ojos abiertos de espanto. ¿Qué estaba pasando…? ¿Cómo era que iba a por algas para abonar las tierras y la mar le vomitaba, sin el menor miramiento, hombres…?
      El carapucho clavado en la cabeza estaba bien de más. Seguía lloviznando, pero le daba igual. Ya todo le daba igual, mientras juntaba a los dos muertos, uno contra el otro, todo lo más lejos que pudo, de la brutalidad de las aguas y, ribera arriba, llegó sin aliento a pedir ayuda a sus vecinos de Valdepares. Llamó a gritos de casa en casa: sin pérdida de tiempo hacían falta brazos fuertes, angarillas, había que sacar aquellos cuerpos de donde los dejara. La arribada del Cabo Blanco, no era fácil.
      Varios vecinos siguieron a mi abuelo pero, mientras tanto, la marea había subido y subido hasta alcanzar lo más alto de la arribada y, sin el menor miramiento, de nuevo se llevó a los muertos. Los vecinos miraban a mi abuelo con ojos de incredulidad.  ¿Qué demontre había pasado, acaso no los había apartado lo suficiente lejos de las aguas que aquel día estaba loca?
     Mi abuelo estaba mareado, tal parecía que lo culparan a él, y él ya no sabía donde tenía la cabeza.
     Días después, uno de los cuerpos apareció en la playa del Sardinero en Santander, mientras el otro fue a parar a Galicia.
     Eran pescadores que se habían echado a la mar, como cada día, en una “barquichuela” a por el pan de sus hijos. Había que comer y no les quedaba otra que arriesgar: era la lucha diaria contra los elementos por el pan de la familia.
     A mi abuelo le entraba tembleque cuando alguien le decía que la marea estaba alta, perfecta para recoger una excelente cosecha de algas, necesarias para abonar las tierras. Parecía hacerse el desentendido, mejor lo dejaba para cuando amainara el tiempo. Lo acaecido aquella triste mañana, era difícil de olvidar.  

                                              Luisa Méndez Fdez.




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