Microcuentos de terror

 


«LADY CHARIS»




«La brisa marina acariciaba sus dedos mientras pasaba otra página de aquella absorbente novela. Una ligera brisa marina nocturna hizo que el vello del lector se erizase, las mareas se arrastraban, igual que sus dedos intentando retener en su cuerpo, las reacciones que le provocaba la sensualidad de Lady Charis. Embelesado por las tintas, la suave temperatura marítima en otoño y el creer que podía oler a su ficticia princesa, empezó a experimentar en carne propia los pequeños mordiscos en el cuello, las uñas arañando sus carnes y la suave nariz de la dama más allá de las líneas. Convencido por las sensaciones evocadas por el autor, cerró los ojos y dejó que su mente volase libremente.

Una astuta sirena, quien no precisó de técnicas de seducción físicas, tomó la obra en sus manos para continuar leyendo con voz melosa, mientras una compañera emulaba las tintas, cuando una tercera lo arrastraba lentamente. El solitario varón, quien se sentía en un sueño disfrutando de lo que consideraba el arte de la inmersión gracias a la pluma del autor, fue callado con un beso poco antes de caer al mar.
Sus ojos se abrieron dentro de las negras mareas, el rostro apolíneo de Lady Charis lo miraba, su corazón se derritió de dulzura por un par de segundos, antes de que las fauces se abrieran y un grito quedase ahogado por cinco metros de agua.

Horas más tarde, el libro apareció en la arena mojado, rasgado y marcado por unos labios ensangrentados.»


      Albert Gamundi Sr.


 «DENTRO»




«Tras la plancha de metal, quince centímetros de grosor, tengo una indefinida sensación de seguridad. Afuera todo son gritos, decreciendo según pasan los minutos. Algún llanto ocasional, llamadas de auxilio y, sobre todo, el desagradable sonido de la salivación mientras se mastica. Ignoro cuántos quedaremos sanos, limpios, inmaculados o como a bien tengan llamarnos. Sí estoy seguro de que, en mi grupo, apenas salimos doce. Por el camino, siete sufrieron infecciones varias por dentelladas y arañazos. Tres tropezaron entre sí, quedando a merced de las criaturas, otrora compañeros, que necesitaban transmitir la virulencia. Quedábamos Molina y yo. En un arrebato de heroicidad, viéndonos completamente cercados, me empujó al búnker interponiendo su cuerpo lacerado entre la puerta y la plaga atrancando la gran plancha de metal.
Estoy orgulloso de él, ¡cómo no estarlo! ¿Hubiera hecho yo lo mismo? A saber. Ahora no puedo pensar en eso, tan solo en contar los gritos que quedan para que todo acabe. ¿Cuánto durarán las criaturas? ¿Cómo será el mundo cuando vuelva a atravesar la plancha de metal? ¿Cómo podré abrirla? Me consuelo esperando que quien la construyera hubiera tenido en cuenta cualquier contratiempo. Oigo ruidos, ¿se ha caído una de las estanterías de víveres? No, son pasos. Pero es imposible: estoy solo en el búnker, nadie entró conmigo y fui yo quien lo abrió, cerró Molina. Espera, ¿qué hay en la puerta? Mejor comprobar que cierra. Mierda; está atrancada, sí,… pero por dentro.»


      Rafa Vera




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