Un saquín de piñas










Ten noventa y tres anos. Alta y esbelta como un xunco. Nada máis acercarme á porta reconocéume, despóis de máis de treinta anos sin vernos. Un bon abrazo y que nada de chamalla d’usté foi el sou primeiro saludo.
Francisca Núñez, vecía del Porto. Toda úa muyer dende os pés á cabeza. Profundamente creyente, anque á vida nun ye fora muito ben, nun duda en afirmar:
—Dios sabe que nos ten, é el mayor amigo del home y sempre m’acompaña a todas partes.
El último golpe ruin d’esqueicer sucédeu este último outono. A morte anunciada da súa fiya Pepita.
—Eu sabía que taba mui malía, que se m’iba morrer peró disimulaba pra qu’ella nun sufrira sabendo qu’eu lo sabía. Un día cheguéi á residencia d’Avilés. Quería vella antias de que se fora. Xa nin falaba nin vía peró que, por Dios —díceme a neta—, que nun chorase, porque taba con todo el conocemento. Condo la vin tiradía na cama, toméiye as maos y a probitía apretóumas con tanta forza que parece qu’inda sinto as súas manías nas mías.
—A súa fiya reconocéula.
—¿Podes crer que me reconocéu? Además tentóu de mover os llabios y botar úa risadía tan triste, tan triste… y morréu chamándome, nenía del alma.
El sufrimento de Francisca é demasiao profundo, dolente. Ás veces nun son abondas as palabras pr’arroupar de dalgún xeito el angustia que traspasa neste momento el corazón d’esta madre.
—A enfermeira, al ver aquello, díxome: «Señora, ¿é usté súa madre?». «Pois si, soi súa madre». «Pois xa ve. A súa fiya reconocéula». «Claro», respondínye, «é que madre nun hai más qu’úa».
Sólo levaba lo encapellao.
—Condo m’avisan de qu’a mía fiya xa nun taba, salín de casa colo encapellao. Nin roupa, nin melecías, nada. Y aquel cementerio da Carriona tan grande que mete medo. Despóis veron trerme a casa, Pepe y a neta. Eu sentíame tan mala. Dolíanme tanto as pernas, quería chorar y nun podía. ¡Nun me salía nin úa llágrima!
Francisca Núñez, a os sous noventa y tres anos, regóu os camíos cuas súas llágrimas. Os sous oyos queimaos son un espeyo fiel del que foi a súa vida.
—Condo m’operéi da vista, dixo el doctor: «Usté, señora, ten a vista queimada». Cómo vou ter a vista queimada se nunca trabayéi en cousa algúa que me queimara a vista. Se el meu trabayo era al aire llibre. ¿Tu sabes lo que me respondéu?
—Figúrome.
—«Ten usté a vista queimada de chorar. Nun hai cousa que más queime a vista qu’as llágrimas. ¿Nun ve que salen calentes?». Y pedíume úa cousa.
Francisca fai úa pausa. Non sempre os conseyos dos médicos son bus de seguir y, neste caso, habería que poñerse nel peleyo d’esta muyer. Comprender a dura realidá da súa vida.
—«Nun ten que chorar máis, nin por usté nin por naide. Nun yo puxeron fácil, Francisca». «Claro que non. ¡Cónto teño chorao polos camíos! Se podían regar os montes y os camíos cuas mías llágrimas.
Vivir cua venta d’un saquín de piñas.
A protagonista d’esta historia quedóu viuda con treinta y cinco anos. Seis fiyos y el célo y a terra como único sustento.
—Trabayéi en todo honradamente pra criar os fiyos. Peró escúitame, nenía. Morréume el home. Quedéi completamente sola con seis criaturas, sin seguro, sin úa peseta. Sólo un saquín de piñas qu’iba buscar al monte. Vendíalo en dúas pesetas. Sacaba arena y vendíala tamén. Con eso iba tirando. Peró condo chega úa desgracia, nunca vén sola. A os dous meses de morrer el padre, morre Paquita de difteria. Tía dous anos y en veinticuatro horas la llevóu. Peró a desgracia nun acabara. A os cuatro meses morre Toñín con cuatro anos. Tres mortes en nada de tempo. ¡Ai, a mía vida! Naide que nun lo pase se pode figurar. Y a seguir lluitando, madrugando. En conto aclaraba el día iba pral monte. Se nun había piñas, nun había pan nin cousa algúa que llevar á boca.
—¿Cómo coyía as piñas, Francisca?
—Tirábalas con un gabexo. Un palo, un gancho na punta y tirábalas dende el tarrén. Valían pouco, peró se m’iba a ganar el xornal pagábanme úa peseta por todo el día de trabayo. Era todo úa miseria. Despóis d’encher el saquín de piñas, sentábame nel vallao a chorar, a chorar. Porque era mui triste. Taba tan sola, sin naide que me botara úa mao… Peró ¿tas escribindo a mía vida…?
—Col sou permiso, Francisca. As súas vivencias son únicas, nun se poden perder. Sobre todo vistas dende agora. El comprobar que, a pesar de todas as adversidades, deu sobrevivido a tanta calamidá. A lluita diaria tía que ser terrible.
—Nun lo sabes ben. Más tarde veu úa orde pra todos os que nun tíamos seguro, se queríamos pagar el subsidio prá veyez. Porque, condo se me morréu el marido, nun había nada. Mira: a min chámame Mario Ron y díceme: «¿Ques pagar prá veyez, Francisca?». Eu, sin pensallo, contestéiye: «Si, anque teña que pedir».
Cinco duros cada tres meses
Era un capital. Peró ta demostrao que pode máis el querer qu’el poder. Tampouco nun teño a menor duda da personalidá de Francisca.
—Paguéi el seguro, criéi a os fiyos. ¡Cónto trabayéi…! Ás veces dicíame Mario Ron: «Francisca, nun te me quedes sin cuartos pra comprar pan a os fiyos. Lleva el recibo y, condo te veña ben, págaslo». «¡Ai, non! Cobra, que xa m’arreglaréi».
—Este home foi considerao con usté, Francisca.
—Mario foi todo un caballero.
Dice el refrán que nun hai mal que cen anos dure. Y a primeira pensión chegóu en forma de paga como pensionista.
—Condo me chama Mario Ron pra cobrar a primeira paga, díceme: «Francisca, veinte cuatrocentas pesetas. Así y todo, hei a mirar se che pertenece algo más». ¿Sabes lo que ye contestéi? «Déixalo, Mario, que con estas cuatrocentas pesetas y un xornalín, soi a más rica del llugar». «Con pouco te conformas, muyer», eso foi lo que me dixo. Pos con eso mesmo xa tou contenta.
—¿Y por qué se negóu a qu’este señor comprobara se ye pertenecía algo más Francisca?
—Porque tía medo a que se revolvía algo mo quitaran, y quedaba outra vez sin nada. Agora soi pensionista. Dicen que lo van subir, peró tanto me dá. A min chégame y sóbrame. Ás veces hasta me dá dolo malgastallo.
—Comer lo que quira, cuidarse, que ten que cuidarse, Francisca, nun é ningún derroche. Recuperar pouco a pouco a serenidá. Pedir a os fiyos y netas que veñan muito a vella —Mozas guapas das qu’a bola enseña orguyosa as súas fotografías—, que nun esqueizan que nel Porto espéralas súa bola. Úa muyer todo corazón. Úa muyer que lluitóu con uñas y dentes por conseguir el pan dos sous fiyos.
—Teño os oyos queimaos de chorar y chorar.
—Nun esqueiza a receta del doctor, Francisca. Acabarónse ás llágrimas qu
e queiman muito






Traducción al castellano




Tiene noventa y tres años. Alta y esbelta como un junco. Me reconoció nada más acercarme a la puerta, después de más de treinta años sin vernos. Un buen abrazo y que nada de llamarla de usted, fue su primer saludo.
Francisca Núñez, vecina de Puerto. Toda una mujer de los pies a la cabeza. Profundamente creyente; aunque la vida no le fuera demasiado bien, no duda en afirmar:
—Dios sabe que nos tiene, es el mayor amigo del hombre y siempre me acompaña a todas partes.
El último golpe malo de olvidar sucedió este último otoño. La muerte anunciada de su hija Pepita.
—Yo sabía que estaba muy enferma, que se me iba a morir, pero disimulaba para que ella no sufriera sabiendo que yo lo sabía. Un día llegué a la Residencia de Avilés. Quería verla antes de que se fuera. Ya ni hablaba, ni veía, pero que, por Dios, —me dijo la nieta— no llorase, porque tenía todo el conocimiento. Cuando la vi, tirada en la cama, le tomé las manos y la pobrecita me las apretó con fuerza, que parece que todavía las siento en las mías.
Su hija la había reconocido.
—¿Puedes creer que me reconoció? Además intentó mover los labios y esbozar una sonrisa tan triste, tan triste…y murió llamándome, niña del alma.
El sufrimiento de Francisca es demasiado profundo, doliente. A veces no bastan las palabras para consolar de algún modo la angustia que traspasa en este momento el corazón de esta madre.
—La enfermera, al ver aquello me dijo: “Señora”: ¿es usted su madre? —“Pues si, soy su madre”. “Pues ya ve, su hija la ha reconocido”. “Claro”, le respondí, “es que madre no hay más que una”.
Solo llevaba lo puesto.
—Cuando me avisaron de que mi hija ya no estaba, salí de casa con lo puesto. Ni ropa, ni medicinas, nada. Y aquel cementerio de La Carriona es tan grande que mete miedo. Después vinieron a traerme a casa, Pepe y la nieta. Yo me sentía tan mal, me dolían tanto las piernas, quería llorar y no podía. ¡No me salía ni una lágrima!
Francisca Nuñez con sus noventa y tres años, regó los caminos con sus lágrimas. Sus ojos quemados son un fiel espejo de lo que fue su vida.
—Cuando me operé de la vista, dijo el médico:” Usted señora, tiene la vista quemada”. Como voy a tener la vista quemada si nunca trabajé en nada que me la quemara. Si mi trabajo fue al aire libre. ¿Sabes que me respondió?
—Me lo figuro.
—“Tiene usted la vista quemada de llorar. No hay cosa que más queme la vista que las lágrimas. ¿No ve que salen calientes?” Y me pidió una cosa.
Francisca hace una pausa. No siempre los consejos médicos son buenos de seguir y en este caso, habría que ponerse en la piel de esta mujer. Comprender la dura realidad de su vida.
—“No tiene que llorar más, ni por usted ni por nadie. No se lo pusieron fácil Francisca”. Claro que no. ¡Cuánto tengo llorado por los caminos. Se podían regar los montes y los caminos con mis lágrimas.
Vivir con la venta de un saco de piñas.
La protagonista de esta historia quedó viuda con treinta y cinco años. Seis hijos y  el cielo y la tierra como único sustento.
—Trabajé en todo honradamente para criar los hijos. Pero escúchame nena, se me murió el marido, quede completamente sola con seis criaturas, sin seguro, sin una peseta. Solo un saco de piñas que iba a buscar al monte. Lo vendía en dos pesetas. Sacaba arena y la vendía también. Con eso iba tirando. Pero cuando llega una desgracia, nunca viene sola. A los dos meses de morir el padre, muere Paquita de difteria. Tenía dos años y en veinticuatro horas la llevó. Pero la desgracia no acabara. A los cuatro meses muere Toñin con cuatro años. Tres muertes en nada de tiempo. ¡Ay la mi vida! Nadie que no lo haya sufrido se lo puede figurar, y a seguir luchando, madrugando. En cuanto aclaraba el día iba para el monte. Si no había piñas, no había pan, ni ninguna cosa que llevar a la boca.
—¿Cómo cogía las piñas Francisca?
Las tiraba con un gancho. Un palo, un gancho en la punta y las tiraba desde el suelo.. Valían poco, pero si me iba a ganar el jornal, me pagaban una peseta por todo un  día de trabajo. Era todo una miseria. Después de llenar el saco de piñas, me sentaba en el suelo a llorar, a llorar. Porque era muy triste, estaba tan sola, sin nadie que me echara una mano…Pero ¿Estás escribiendo la mi vida?
—Con su permiso, Francisca. Sus vivencias son únicas, no se pueden perder. Sobre todo vista desde ahora. El comprobar que, a pesar de todas las adversidades, ha sobrevivido a tanta calamidad. La lucha diaria tenía que ser terrible.
—No lo sabes bien. Más tarde vino una orden para todos los que no teníamos seguro, si queríamos pagar el subsidio de vejez. Porque cuando se me murió el marido, no había nada. Mira a mí me llama Mario Ron y me dice: ¿Quieres pagar para la vejez Francisca? Yo, sin pensar contesté “Si, aunque tenga que pedir”.
Cinco duros cada tres meses.
Era un capital. Pero está demostrado que puede más el querer que el poder. Tampoco tengo la menor duda de la personalidad de Francisca.
—Pagué el seguro, crié los hijos .Cuanto trabajé! A veces me decía Mario Ron: “Francisca no te quedes sin dinero para comprar pan a los tuyos. Lleva el recibo y lo pagas cuando te venga bien” ...¡Ay, no! Cobra que ya me arreglaré.
—Ese hombre fue considerado con usted, Francisca.
Mario fue todo un caballero.
Dice el refrán que no hay mal que cien años dure. Y la primera pensión llegó en forma de paga como pensionista.
—Cuando me llama Mario Ron para cobrar la primera paga me dice:”Francisca te vienen cuatrocientas pesetas, así y todo voy a mirar si te pertenece algo más. ¿Sabes lo que le contesté? Déjalo, Mario, que con esas cuatrocientas pesetas y un jornal, soy la más rica del lugar. “Con poco te conformas mujer”, eso fue lo que me dijo. Pues con eso mismo ya estoy contenta.
—Y por qué se negó a que ese señor comprobara si le pertenecía algo más Francisca?
—Porque tenía miedo a que si revolvía algo me lo quitaran y quedara otra vez sin nada. Ahora soy pensionista. Dicen que lo van a subir, pero tanto me da. A mí me llega y me sobra. A veces hasta me duele malgastarlo.
—Comer lo que quiera, cuidarse, que tiene que cuidarse Francisca, no es ningún derroche. Recuperar poco a poco la calma. Pedir a los hijos y las nietas que vayan mucho a verla— Chicas guapas de las que la abuela muestra orgullosa las fotos— que no olvidan que en el Puerto las espera la abuela. Una mujer todo corazón. Una mujer que luchó con uñas y dientes por conseguir el pan para los suyos.
—Tengo los ojos quemados de llorar y llorar.
No olvide la receta del médico Francisca: Se acabaron las lágrimas, que queman mucho.



Luisa Méndez



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