Conversaciones en Mingorrubio


Noche oscura en el cementerio de Mingorrubio en El Pardo. Franco acaba de llegar y Leónidas Trujillo, el dictador de Santo Domingo se acerca a saludar a su amigo...



—¡Mi queridísimo amigo Francisco!
   —¡Hombre Trujillo!, no esperaba verte por aquí tan pronto. Perdona que no me levante, ni te de un abrazo. Es que me he quedado en nada.
   —Como yo. Bueno, yo peor que estoy cosido a balazos.  ¿Y esto, mi general?
   —¿Esto? Los rojos como siempre. Ni descansar en paz me dejan. Hasta que no me desenterraron no pararon estos cabrones. Tú y yo teníamos que haberlos exterminado…
   —Yo traté, pero no pude con ellos. Son como la mala hierba: arrancas una y nacen mil. Y ahí siguen dando guerra.  Entre tú y yo liquidamos unos cuantos y míralos ahí los tienes, gobernándote el país y sacándote de la tumba.
   —Tenías que haber oído como se puso mi nieta Merry, es igualita a mí. Qué carácter tiene esa chiquilla. Bueno y tú que te cuentas. ¿Alguna jovencita por aquí cerca para alegrarte las noches?
   —Calla, calla, no me hables de jovencitas, que bastante he tenido ya. Y tu ¿Qué? ¿Te has encontrado por ahí arriba con Rita Hayworth?
   —¡Qué va! Me encontré un día con Santa Teresa, interesada por su brazo, reprochándome que la hubiera desmembrado. Fue inútil que le jurara que yo no había sido, que el brazo llegó hasta mi convertido en reliquia… ¡Que tabarra me dio! Por mucho que se lo juré por mi honor…
   —Ah, ¿pero tú tienes de eso, carajo? Mira que tú y yo hemos hecho de todo en esta vida, y nuestro honor, si es que alguna vez lo tuvimos, se fue quedando por el camino.
   —Será el tuyo Leónidas. El mío permanece intacto, incorrupto como el brazo de la santa.
   —Veo que has perdido la memoria. Tú y yo querido amigo, hemos pasado por encima de todo para sobrevivir y para crecer. Tú las has hecho de todos los colores en África primero y en este país, después, no lo niegues, no finjas haber perdido la memoria.
   —Yo hice siempre lo que tenía que hacer. Tú fuiste el que perdió los papeles, por tu afición a las jovencitas y por tu codicia desmedida.
   —Yo, por lo menos, gocé la vida, no como tú, siempre pegado a la collares y al brazo de la santa.
   —¡No te consiento que hables así de mi santa esposa! Me honro de no haber conocido otra mujer y de haberla respetado siempre. Pero ¿Qué va a saber de respeto un cuatrero como tú, un pandillero de las calles de Santo Domingo?
   —Y tu ¿de donde saliste, gallego de mierda? Generalito de tres al cuarto, enano. Si no fuera por la guerra de África te hubieras muerto de cabo.
   —¿Has venido a insultarme? ¿Es así como me pagas el haberle dado asilo a tu familia y permitir que te trajeran a enterrar aquí, cerca de mi casa? Bueno que se va a esperar de un mal nacido como tú. Asesino de mujeres. ¿Acaso ya olvidaste a las hermanas Mirabal?
   —Y tú ¿has olvidado a las tuyas? Por ejemplo, a las trece rosas, que bien que te lo recuerdan ahora los rojos.
   —Yo tengo todavía quien me defienda en este país. Espinosa de los Monteros de recordado apellido, acaba de poner las cosas en su sitio.
   —¡En su sitio dices! Si lo han llamado de todo. Tienes gobernando el país una panda de bolivarianos…
   —Con Venezuela hemos vuelto a topar. ¿No te has encontrado con Betancourt?
   —¡No! Ni falta que me hace. Mira que quise asesinarlo varias veces y no hubo manera. Yo tuve menos suerte que él. El murió en su cama y yo cosido a balazos. Hijos de puta. Después de todo, nos vencieron los rojos.
   —¡No digas eso ni en broma! Parece una victoria, pero al final, el contubernio, será derrotado por la razón y el amor a la patria. Volverá a amanecer en España.
   —Probablemente amanezca sin Cataluña.
   —¿Tú has venido a saludar o a joder? Anda vete a descansar en paz y déjame reposar del viaje en helicóptero, que ya no tengo el cuerpo para estos menesteres.
   —Ya no tienes aguante, caudillo.
   —¡Adiós Leónidas!
   —Adiós Francisco. Volveré cualquier otra noche. Ah, diles a los tuyos que no se pongan a cantar cuando vengan de visita, que desde que llegaste no hay quien descanse.
   —¡Adiós Leónidas!
   —Le diré a Batista que ya estás aquí.
   —El que faltaba, el “comemielda”. Qué bien estaba en el otro sitio. Malditos rojos.




Comentarios

Entradas populares de este blog

Cine

Desconciertos sobre el cuerpo, el alma y la muerte

Carta