Daguerrotipo de la postguerra, segundo


 II.- LA IMAGEN AMBIENTAL Y LOS PODERES.





 A partir de 1946, los veranos retornábamos a la pequeña aldea de Asturias,   rehabilitando poco a poco aquella casona en la que casualmente vine al mundo y en la que  después de la contienda, como consecuencia del paso, estancia y saqueo de ambos bandos, no había quedado más que miseria, detritus y casquillos de bala. En la aldea misma, aún se veían muy directamente los efectos ambientales de la posguerra, no solo en la necesidad y la escasez, sino también en las actitudes, comportamientos y talante de sus gentes, con lo cual, estas  ocasionales estancias, me permitieron tener un contacto con otra realidad distinta a la de la capital, al compartir amistad y  afecto con muchos chavales de allí y ser aceptado, al menos aparentemente, como una más de los rapaces traviesos e inquietos, alejados en parte del ambiente represivo y temeroso.

  Poco a poco, por  aquellos  lugares y en su situación, empecé a hacer mis personales análisis político-sociales y aún  desde mi corta experiencia directa, era muy evidente que, al menos durante los primeros  20 años de la posguerra, había situaciones   externas sociales, culturales y económicas rotundamente diferenciadas, ya que en el lado imperante estaba la eufórica parte activa, que en general gozaba de más relaciones y posibilidades. En otro nivel subsistían aquellos que formaban parte de los perdedores y vencidos, que debían permanecer forzosamente callados y  humillados, aunque también había sacrificados ciudadanos que, más concentrados en sus  habituales  dificultades,  no se sentían afectados directamente  por ninguna de ellas.  
  
Francisco Franco era la máxima y absoluta autoridad, indiscutible e intocable, poseedora de una gran conjunto de sustanciales títulos:  General de todos los ejércitos, Caudillo, Jefe del Estado, Regente de una indecisa monarquía, Presidente del Gobierno y Jefe Nacional del Movimiento y  de La Falange, el único partido político permitido. Solo él nombraba, mantenía y quitaba ministros y secretarios y hasta tenía la potestad de elegir, escoger o designar  obispos, según poderes otorgados por un Concordato con la Santa Sede. En todas las oficinas, comercios, fábricas, talleres, restaurantes, hoteles, etc. figuraban los retratos de Franco y José Antonio y en no pocos lugares, entre ambos y un poco más alto se situaba un crucifijo, lo que daba lugar a un comentario muy sonado entonces, de que “Cristo  seguía estando crucificado entre dos ladrones”. En las misas y celebraciones litúrgicas, eran obligadas las preces por su salud y  longevidad, gozando de la  aprobación de la iglesia el poseer el brazo incorrupto de santa Teresa. Se decía de él   que, como un español más, obtenía  impresionantes éxitos en la pesca del salmón, gozaba de  una  excelente puntería en la caza del corzo, manejaba con gran  destreza  el timón del Azor o se hacía los 18 hoyos de la Zapateira sin el menor cansancio, quedándole aún arrestos para mantener firme el destino de España, soltando de vez en cuando alguna profética alocución, en la que siempre se aludía al  Movimiento Nacional, nuestra unidad de destino en lo universal y la terrible amenaza judeo-masónica, siendo muy  envidiados por nuestra paz y  bienestar  por los países llamados demócratas.

Nadie, en aquellos tiempos, osaba calificar a Franco como dictador u opresor y nadie se atrevía, públicamente, a hacer algún comentario jocoso o chistoso sobre su figura o lo que representaba, pues existía un temido grupo especial de brigada de policía, llamada político-social, que contaba con numerosos confidentes, colaboradores y “topos” en bares, oficinas, transportes públicos, etc.,  que se encargaban de denunciar a cualquier ciudadano que criticara o conspirara contra el Régimen, procediéndose  a su detención, investigación de vida, costumbres y amistades y acabando en exitoso “ hábil interrogatorio”, en  búsqueda obsesiva de su posible contacto o afiliación al partido comunista.  En abundantes casos, los métodos empleados para hacer cantar al  más que presunto conspirador, fueron cometidos por obstinados torturadores psicópatas, que casi siempre conseguían evidentes declaraciones forzadas, sanguinarias, crueles y vejatorias,  normalmente encubiertas o ignoradas por forenses, abogados, fiscales y jueces, amparados en la ley vigente, a sabiendas de que era una mala ley.
         
Los temibles “grises”, agentes de Policía Armada y  la Guardia Civil, eran cuerpos militarizados, que  aunque  en el fondo no eran mala gente de por sí, en general habían sido reclutadas entre personas bastante  obtusas, de poca formación y educación pero disciplinados y con muy mala leche, que obedecían sin razonar ni pensar las  drásticas consignas de sus superiores, actuando sin criterio razonable alguno y sin admitir ni poner en conocimiento del ciudadano  derecho alguno de defensa.





Como políticos, solamente se consideraba a los ministros, enfáticos señorones casi desconocidos, que aunque normalmente duraban mucho tiempo en sus cargos,  casi nunca se dejaban entrevistar por periodistas ni hacían declaraciones, más que  para proclamar su adhesión y lealtad inmutable hacia el caudillo. Poco se sabe de quienes llegaran a tener conflictos o discrepancias con el Gran Timonel, pues se rumoreaba la poca confianza y el temor que le tenían. Como en todas la situaciones dominantes, hubo quien fue un  honrado servidor y hubo quien se puso las botas durante su ejercicio,  algunos incluso con autentico descaro.

No es fácil hablar del poder militar, ya que aparentemente,  estos defensores de la patria, solían mantener una mirada altanera  y  un trato atrevido y seco con la mayor parte de los civiles. Durante bastantes años, solían uniformados por la calle, fiestas y actos  familiares o públicos, luciendo condecoraciones y medallas, en  parte   como presunción de sus méritos  y también para no tener que gastar la indumentaria civil, puesto que a pesar de ser una institución mimada por el régimen franquista, durante mucho tiempo no estaba bien pagada y para paliar sus escasos ingresos, algunos  suboficiales arañaban un modesto ascenso monetario  mediante la venta oculta de los solicitados “chuscos,” que era el único pan blanco conocido. Los oficiales que podían, ejercían trabajos más o menos dignos y disimulados, pero las altas jefaturas, siempre conseguían  pomposas puestos en los consejos de administración de  grandes empresas.

Para los ciudadanos varones, la “mili”, servicio militar obligatorio, era una experiencia y pesadilla a experimentar, con un total acatamiento al poder castrense. Era una etapa en la que, planificada  hacia otros propósitos no armados,  podría haber sido más interesante, educativa y formativa de esa difícil edad, en la que el joven deja de ser mocito y empieza a creerse un hombre ya cuajado, pero sin saber  encontrar aun  un lugar en la sociedad.

La vida cuartelera de un sorchi (recluta), entrometido en aquella variable y eterna mezcla de olores a correaje, orines, potaje, ropa sudada y caballería, producía sobre todo en el novato turuta del campo, una incesante situación de  temor por las  amenazas de arresto, cortes del pelo al cero o la suspensión de permisos, muchas veces por la inobservancia de nimiedades y caprichos de los  fatuos suboficiales. Pasado el periodo de instrucción y después de haber jurado fidelidad ante la bandera, había una larga etapa de tiempo perdido, durante la cual, salvo el que los jefes y oficiales aprovecharan las habilidades de algún especialista para sus fines particulares,  la cantina era el único lugar de esparcimiento para el pobre soldadito español, que con una paga de 15 pesetas al mes,  (menos de 10 céntimos de euro), no podía tener más diversión que la de patearse los parques y jardines públicos al encuentro de cualquier hada madrina, que le aliviase  alguna de  sus necesidades más primarias.

Por aquellos tiempos abundaba también el llamado servicio doméstico, gremio habitualmente compuesto por mujeres muy  jóvenes, casi siempre procedentes de las zonas rurales más pobres y que fueron el último resto de la esclavitud domiciliaria. Popularmente denominadas muchachas, criadas, marmotas, domesticas, tatas, niceratas, interinas, asistentas, etc., parcamente pagadas y peor consideradas, con muy pocos derechos y jornadas  labores inacabables, que igualmente sirvieron al país con probado sacrificio y que  muchas de ellas, también fueron acompañantes de la tropa militar, compartiendo  humillación y penuria.


Actualmente, a cualquier joven le parecería inconcebible el que, según el obscuro criterio de algunos mandos militares y de  políticos patrioteros de corta mente,  para servir al país, tendría que soportar serenamente  vejaciones, caprichos,  desprecios y abusos durante algo más de un año, dejando estudios o trabajo, perdiendo la dignidad, el respeto y hasta el derecho a expresar su inadaptación.

Hacia 1967, conocimos a José Luis Beunza, hermano de una buena amiga nuestra y que siendo solo un chaval, ya tenía una mentalidad bastante clara con respecto al servicio de armas. Influenciado por diversos testimonios de pacifistas y disidentes como Luther King, Helder Cámara, César Chávez, Lanza del Vasto, Gandhi, etc., cuando en 1971 fue llamado a filas y expuso su decisión de prestar cualquier otro servicio al país, que no fuera el de “aprender a matar”, inició una de las peores experiencias de su vida, aunque todas las vicisitudes, vejaciones, castigos, sufrimientos y dolores, los soportó con  gran paciencia y serena firmeza. Pasó más de tres años por cárceles, prisiones y penales de Valencia, Albacete, Ocaña, Jaén, Castillo de Galeras en Cartagena y hasta en un batallón disciplinario del Sahara. Fue el primer objetor  de conciencia de carácter antimilitarista en la dictadura franquista que, con su asumido padecimiento fundamentó la desobediencia civil pacífica, que más tarde ya se convertiría en un creciente movimiento de insumisión, con apoyo de millares de jóvenes de España y otros países del  extranjero.


        Le fue concedido el Memorial Juan XXIII y Cristóbal  Halffter compuso y le dedicó una cantata, que se estrenó en Colonia en 1973 y posteriormente en una iglesia de Cuenca, durante la Pascua de 1977, finalizando, como  aún no era costumbre en los templos, con una larga  y emotiva ovación.  Aun hoy día, este maduro hombretón, sigue conservando una sonrisa y una mirada limpia y continúa colaborando comprometidamente en organizaciones ONG y similares, con la modesta satisfacción de haber contribuido, con el testimonio de su propio martirio, a que miles de jóvenes se declararan insumisos. Entre otras anécdotas, figuran  unas palabras que el mismo escribió, en las que se percibe su templanza y al mismo tiempo su visión aterradora de los militares, el día que le juzgaron en un consejo de guerra y le condenaron a 19 meses de prisión militar: ”aquel día pensé, que si los militares no fueran tan  peligrosos, me darían pena.”...    

Pedro Oliver, hoy Doctor y profesor de Historia Contemporánea, fue uno de los que continuaron posteriormente en la misma línea, sufriendo también cárcel por insumisión y en  2002, escribió un libro sobre las vicisitudes pasadas por él y como homenaje a Beunza y a las muchas  víctimas del servicio militar obligatorio. Allí en el consejo de guerra, detrás de un gran crucifijo, siete tíos mayores sentados en un punto elevado de la sala,  se creían justificados para ejercer la violencia... con sus uniformes de gala y sus sables, estaban  ridículos, haciendo teatro del malo y creyendo que así servían a la patria... yo creí que en cualquier momento me podían dar con el sable o con el crucifijo.”..

Otra autoridad alta y poderosamente influyente era la de la Iglesia Católica, quién desde un  principio estuvo claramente del lado de los vencedores, justificando su actitud ante la persecución que había padecido durante la II República. Desde 1851, España tenía establecido un convenio con La Santa Sede que se mantuvo hasta 1953, año en el que  firman un nuevo Concordato con  36 artículos, entre los que fundamentalmente  se destaca el reconocimiento de que a la Iglesia Católica, se le garantiza el derecho  de ejercer la obligatoriedad de la enseñanza religiosa, la vigilancia de la moral y la prohibición de libros o publicaciones que recelasen ser contrarios a sus propios dogmas y criterios, además de considerar como único válido el matrimonio canónigo, con efectos civiles, y siendo la única autoridad competente para admitir, iniciar y sancionar las causas de nulidad o separación matrimonial.

 Al General Franco, elogiado vencedor de una Cruzada por el mantenimiento de la fe, se le reconocía el derecho de proponerle directamente a Roma los obispos que política y  socialmente fueran descaradamente adictos al régimen y el Estado debería proporcionar la dotación adecuada a los miembros eclesiásticos y también contribuir a la construcción y conservación de iglesias, templos y  obras asistenciales. De esta manera quedó forzada la libertad religiosa y  reconocida la confesionalidad del Estado, con la consiguiente difusión del “nacionalcatolicismo”, espíritu dominante y tenaz mantenedor de la honestidad de todos los españoles, sin permitir la propagación de otros credos y siendo despreciados quienes, aun discretamente, se calificaban como protestantes o agnósticos. 

Los obispos, mantenían distancia hacia el pueblo y lucían pomposamente  anillos, crucifijos y báculos de oro,  reconocida  demostración  de su autoridad y poder, aunque no de un humilde pastor. Tenían la misión de confirmar, (incluida su simbólica bofetada), visitar y conocer  los problemas de sus parroquias y además la de coquetear  con el régimen vencedor, utilizando incluso su saludo fascista y recibiendo y acompañando bajo palio al general Franco al entrar en las catedrales, con cruz alzada e incensario y posteriormente dándole a besar el lignun  crucis.

Hasta algo pasados los años 60, en que se empezaron a ver los primeros clergyman, los sacerdotes y curas  tenían que llevar siempre  la oscura y severa  sotana, sin  ningún otro adorno o atavío. Cuando éramos niños había que besarles la mano a cambio de una estampita o un consejo piadoso y aunque estos consagrados varones (forzadamente célibes y  algunos dudosamente castos), no impartían ninguna clase de formación sexual,  mantenían una implacable y constante obsesión de todo lo relacionado con la sexualidad y sus peligros para la salud, sobre todo con los adolescentes. Igualmente, las severas e intolerantes normas para los matrimonios,  incluso con un equilibrado nivel de madurez, trataban  de inculcarles que la prioritaria misión de las relaciones  conyugales, era la de tener todos los hijos que Dios quisiera (¿), penando toda práctica de  evitación de embarazos, admitiendo únicamente el fallido método Ogino Knaus y la sacrificada continencia, especialmente en la época de Cuaresma, ya que afectaba directamente a la medieval y aún vigente prohibición de consumir carne. Paradójicamente, las familias más pobres solían estar sobrecargadas de hijos,  quizás  por una falta de formación o  información responsable.

Las monjas, además de su hábito, sus severas normas y su reclusión conventual, tenían que alejar de sí todo vestigio de feminidad, vanidad o coquetería sin el menor maquillaje, ocultando sus cabellos y oprimiendo cualquier redondez natural de su cuerpo mediante vendas y telas, teniendo incluso muy limitadas la distancia y las miradas hacia los varones. Los castigos físicos propias, como la flagelación, los cilicios y las privaciones, solían ser normas en casi todas las órdenes, aunque  aparte de su obsesiva dedicación a la piedad y sus nasales canticos, también hacían labores primorosas en repostería y bordado o excelentes servicios en hospitales y otras obras humanitarias. Los colegios regentados por ellas y exclusivamente para niñas, tenían una enseñanza espiritual similar a la de los chicos, pero con más obstinación en el mantenimiento de la  pureza, la piedad y la resignación. 

En la Literatura clásica y la vulgar hay abundantes historias jocosas sobre los discutidos  comportamientos del clero  ante  las tentaciones, los desenfrenos carnales, la glotonería,  y la codicia, en los que en el fondo se pretende evidenciar la torpeza de las continencias impuestas y su absurda lucha  contra la propia Naturaleza.

En la sociedad civil, la tradicional clase alta o aristocrática nunca consiguió  demasiada representatividad dentro del régimen franquista, aunque no pocos marqueses y condes merodeaban entre las fuerzas vivas para conseguir lucir su apolillada  alcurnia y mantener su prestigio  en  inauguraciones, cocteles o actos diplomáticos  o culturales. Los poseedores de grandes fincas y propiedades, intentaban conservar una posición aparentemente digna, organizando costosas monterías para los grandes empresarios, políticos y mercaderes oportunistas y en cuyas posteriores celebraciones se producían y facilitaban  los buenos negocios, recomendaciones, encuentros y  frívolas relaciones de todo tipo.

Los escasos ciudadanos con carrera universitaria, catedráticos, médicos,  ingenieros, arquitectos, abogados, etc., solían disfrutar de un nivel económico y social  algo superior, pero no todos  percibían unos salarios mucho más elevados que los de otras profesiones menores. Prácticamente ninguna mujer estudiaba carreras técnicas y solo  algunas  se  decidían  a ingresar en  las facultades de Filosofía y Farmacia.

En las ciudades, una gran mayoría de la población española estaba formada por trabajadores de clase media no clasificada políticamente. Era una modesta burguesía o  aspirante a serla, constituida por un nivel variopinto de funcionarios públicos, empleados de oficinas y del comercio, artistas, enfermeras, servicios públicos, etc., practicando el doble empleo y con una economía apretada y que si bien gozaban de una  consideración como personas afanosas y de orden, también  tenían que mantener con positiva dignidad sus carencias y su porte, aparentando una postura de superación, además de  ocultar sus verdaderos pensamientos ideológicos en su ambiente de trabajo, en donde posiblemente hubiera fanáticos adoradores del Caudillo y seguidores del incomprensible Movimiento Nacional, anclado y estancado durante muchos años en su inamovible firmeza.

Los hombres considerados como de derechas, deberían acudir o al menos aparentar  que cumplían con el precepto dominical, pero dentro del templo, la mayoría se quedaba casi siempre de pié y en algún momento le bastaba con poner un  pañuelo en el suelo para hincar una sola rodilla.  Cuando se producía una defunción en alguna casa, se cerraba una de las cancelas del portal dejando la otra entornada, para la pública información del deceso y  dentro del zaguán, había una pequeña mesa cubierta con una tela negra, sobre la que se depositaban tarjetas de visita dobladas o se dejaban firmas de pésame.  La familia del fallecido debería conservar un visible luto durante algunos  años, sin acudir o dejarse ver prácticamente en  ningún espectáculo o divertimento, pero el duelo más riguroso siempre lo llevaban las mujeres, ya que los hombres solo lucían un brazalete negro  y generalmente seguían haciendo su normal vida social.
La sociedad en general,  era absolutamente intolerante con aquellos varones que tenían, sentían o mostraban  un comportamiento sexual distinto y nuestro ibérico y alto orgullo varonil, se desahogaba públicamente  llamándolos tajantemente maricones, salvo los que  querían mostrar una formación más culta o humanitaria, que eufemísticamente  los calificaba de invertidos, pero que hasta muchos años después, por cualquier circunstancia podían ser detenidos y juzgados como individuos  antisociales, incluidos dentro de la Ley de Vagos y Maleantes. Sobre la diferente tendencia amatoria que pudiera tener la mujer española, había bastante desconocimiento y  menos chismorreo.

Los jóvenes de derechas, supuestamente obedientes, sumisos y entroncados en los hábitos y costumbres familiares, también  estaban muy condicionados  por la obsesiva formación patriótica-religiosa, por lo cual, normalmente tardaban mucho tiempo en tener algún tipo de contacto o experiencia personal con las chicas, quienes aún sufrían una mayor y constante restricción  de sus incipientes instintos naturales.

El comportamiento de muchos españoles, manteniendo a duras penas su tronada hidalguía, su falsedad moral y sus  privaciones con gazmoños  disimulos, me recordaban  a los diferentes avatares  y experiencias sobrellevadas por el Lazarillo de Tormes.



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