Daguerrotipo de la postguera, tercero




 UNA CALLADA CLASE  INFORTUNADA.






Resulta  muy  difícil  el  argumentar  cuando  una  guerra  es  justa  o  no. 

Historiadores, sociólogos y juristas de distintas ideologías, han llegado  diversas conclusiones,  teniendo  casi  siempre  en  cuenta  los  antecedentes,  circunstancias, motivaciones, quién y/o  en nombre de qué se inicia el conflicto, etc., y también es muy importante el valorar el posterior desarrollo, actuación, legitimidad y conducta de los vencedores, incluida   su  consecuente actitud humanística  con los  perdedores.

Tampoco  es  fácil  hacer  después  una  calificación  objetiva,  cuando  los triunfadores  deforman  maliciosamente  los datos y cifras de las personas civiles de los dos bandos que fueron eliminados detrás de las trincheras en pueblos y ciudades, por lo cual se puede considerar como legítimo,  especular sobre los posibles motivos e intenciones  de quienes así las divulgan, dejando oficialmente plasmada la versión discriminatoria, de  que unas víctimas fueron perversa y cruelmente asesinadas y otras  reglamentariamente ejecutadas porque se lo merecían.

Durante bastantes años, se decía que había habido un millón de muertos en la contienda, aunque muy posteriormente y con un carácter más fiable, se consideró  que fueron  algo  más  de 500.000  las  víctimas  directas,  además  de 150.000  civiles ejecutados en ambos lados. Se estimó en  más de 2500 las fosas comunes que había en toda España, si bien inicialmente, el poder dominante solo se preocupó de recuperar  honrar los restos de quienes habían sido asesinados por  los rojos,  aunque ya  en los finales de los años 50, se trató de reunir la mayor cantidad de víctimas de ambos bandos, para ser depositados en el Valle de Los Caídos, afectado  símbolo de una dudosa reconciliación.


Hasta pasados muchos años y ya en plena democracia, no se constituyó la Asociación para la recuperación de la Memoria Histórica, que trata de recobrar la dignidad y los  restos  de los caídos republicanos.  Entre los años 1936 y 1947, hubo más de 250 campos de concentración distribuidos en toda la zona llamada Nacional en los  que más de 400.00 prisioneros estuvieron confinadas, pasando  hambre, frio y humillaciones.


En los años posteriores a la terminación de la guerra y según los versátiles criterios del Ejército y de los fanáticos paramilitares de  la Falange, se procedió a una sistemática eliminación de los acusados de colaboración, insurrección, sabotaje o participación en  acciones concretas y  aunque no siempre se llegaban a aportar datos concretos, ni testigos y mucho menos tener algún tipo de asesoría defensiva, fueron sentenciados en juicios sumarísimos y fusilados rápidamente. Aun en nuestros días, no se han  conseguido  todos los datos, nombres y cifras concretas de los juicios, sentencias y ejecuciones que en su momento debieran haber sido  registrados y archivados, lo cual parece indicar que han sido deliberadamente destruidos.

Los prisioneros de quienes se tenía la certeza de no haber cometido delito alguno y haber sido solamente meros ciudadanos obligados a estar en las trincheras, quedaron en libertad, aunque fichados y supeditados a mantener una buena conducta y no causar problemas. Poco a poco se fueran incorporando de algún modo al mundo social y laboral como trabajadores circunstanciales, a veces sin horarios fijos ni contratos o asistencia sanitaria, ejecutando rudos trabajos ocasionales y durante mucho tiempo, al vivir casi todos en zonas marginales, estuvieron calificadas viviendas para rojos. 


La mayoría de estos hombres solían llevar pantalones de  mahón o de pana, camisa arremangada, una negra y ajustada boina, no siempre iban bien afeitados y nunca se ponían corbata. Su mirada era dura, fumaban cigarrillos de tabaco negro liados a mano, bebían vino tinto recio, soltaban frecuentes tacos y algunos  al encontrarse, aún solían emplear con voz muy baja, el “salud, camarada”.



Ellas,  con  moño  o  permanente  con  olor  a  vinagre,  vestían  oscuras  ropas arregladas, no solían llevar ajustador en los pechos, lucían potentes piernas calzadas con alpargatas y mantenían con coraje las miradas desdeñosas. Casi todas trabajaban día y noche en las tierras, cuidando ganado o lavando y planchando ropa para los señores, para  administrar milagrosamente los escasos jornales que entraban en la familia. No eran muchas los que se dejaban ver por la iglesia, al igual que sus compañeros, puesto que, además de su animosidad, tenían problemas con la confesión y otros sacramentos, a causa de que sus emparejamientos, legales en tiempos,  no eran reconocidos por Estado e Iglesia.


Los niños de los rojos, casi todos llevaban el pelo cortado al cero, mostrando pupas, calvas y granos. Su vocabulario era más burdo y soez y sus heredadas ropas estaban mantenidas con remiendos, usando pantalón largo desde pequeños, siendo otra de las cosas que los distinguía de los niños de derechas, que siempre lo llevaban  corto (excepto en el traje de la primera comunión) hasta que llegaban a los 14 años, en que generalmente pasaban a los ridículos pero “distinguidos” bombachos durante otros cuantos años, hasta que se llegaba a mocito.



En  España,    sobre  todo  en  las  zonas  rurales,  había  un  alto  grado  de analfabetismo y el régimen franquista se preocupó de que los niños y niñas tuvieran al menos una educación elemental, aprendiendo a leer y escribir, pero  las escuelas  y colegios públicos estaban bastante mal considerados para las gentes de derechas, ya que aún colgaban  atrás los reproches a los maestros, que en su mayoría habían sido adictos a la república y más avanzados en factor educacional, por lo cual los medios o materiales que disponían  eran mínimos o inexistentes y estaban tan mal pagados, que aún hoy se dice “que pasaba más hambre que un maestro de escuela”. Su temor, aguante y necesidad, les hacía sufrir frecuentemente verdaderas crisis nerviosas, descargando también a veces su adrenalina,  proporcionando varetazos en las manos de sus alumnos o poniéndoles orejas de burro como castigo.
Afortunadamente ese  absorbente  ambiente, era parcialmente compensado por  la costumbre  existente en aquellos tiempos, de que los niños jugaran y gozaran gran parte de su ocio en la calle, jardines o campo abierto, en donde se podían mezclar chicos de  ideologías y culturas contrapuestas, siempre que no transcendiera a mayores, en cuyo caso estas relaciones  eran reprendidas o  cortadas drásticamente.


Entre la clase  media más conservadora  se consideraba  incuestionable  el que la educación más eficaz y cualificada era la proporcionada por  los colegios privados, especialmente los de las distintas órdenes religiosas, aunque también entre ellas, había diferencias bastante notables.

En Madrid concretamente había dos grandes colegios bastante elitistas y exclusivamente para chicos que gozaban del beneplácito social más exigente. Uno estaba llevado por la los jesuitas y el otro por los marianistas  y de ambos centros y en distintas generaciones, salieron figuras importantes en la política,  el arte y la industria y  mantenían entre ellos una cierta rivalidad hasta en las competiciones deportiva.





En los más importantes colegios para chicas, el desarrollo, ambiente religioso, educativo  y social era muy semejante al de los varones, aunque  había bastante más rigidez en los temas relativos al trato y relaciones con los varones, fundamentalmente en lo relativo a la sexualidad, puesto que  las monjas  fueron más lentas en la asimilación de los cambios y tendencias que se iban  produciendo en el país.

Con la constitución y la democracia,  el alumnado de casi todos los centros de enseñanza era mixtos,  aunque  algunos colegios  pertenecientes a congregaciones más concretas y rigurosas  mantenían  aulas separadas.  Es de suponer que  los cambios inevitables, debieron de producir al principio algunos problemas internos de desigualdad de trato y sensibilidad, que sosegadamente se fueron limando, en gran parte debido al nuevo talante de los estudiantes.

Los colegios públicos fueron elevando su nivel instructivo y mejorando sus instalaciones, con comedores, gimnasios y  diversas zonas deportivas.  La  limitación de plazas y los elevados precios de los privados hicieron que también  proliferaran distintos tipos de colegios y academias autorizadas, más sencillos  y en no pocas casos, con un profesorado no muy preparado, pero en casi todos ellos ya se practica el bilingüismo y está muy regularizada la asistencia de alumnos de distintas razas, nacionalidades y culturas, lógicamente procedentes de la constante migración que llega a nuestro país, lo cual, a pesar de   algunos inevitables problemas, ira dando lugar  a un nuevo concepto global de convivencia.











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