Evocaciones de una aldea, nunca perdida

















Carlos Rodriguez-Navia Martínez.




Casi todo el mundo tiene un especial cariño al lugar en que nació, y si por las circunstancias de su vida tuvo que habitar después en otra parte, muy posiblemente al ir pasando los años, siente aún más la necesidad de volver al espacio en donde viviera sus primeras experiencias que, aunque en algunas casos pudieran haber sido ser algo negativas, siguen formando parte importante de su existencia y dejaron marcas de un modo especial.
Aunque habitualmente vivíamos en Gijón, en Agosto de 1933 nací en Riberas, en la casa que hizo mi abuelo en 1896 y donde solíamos pasar los meses de verano. Hijo de Jesús y Marina, Carlos para casi todos, Calele para algunos y Maldades para otros, apodo puesto con bastante más cariño que recriminación. Soy el último de tres hermanos aunque habitualmente tuve más contacto y confianza con Juanjo (quien gozó del merecido mote de Terremoto), ya que el mayor, prácticamente mantuvo desde siempre con nosotros una escalonada diferencia de mentalidad, criterio y relaciones sociales, equívocamente aumentada con los años.
Mis primeros alimentos naturales maternos fueron insuficientes, empezando a darme a los 15 días, leche de vaca que traía Esperanza del Gallo, pero vomitando el agua que el médico Alfonso recomendaba prudentemente añadir y que indudablemente fue una precoz rebeldía ante el engaño, que me acompaña hasta hoy.
Como no conocí a ninguno de mis abuelos, me gustaba mucho oír las cosas que mi madre contaba de su padre, Evaristo Martínez, republicano de Salmerón, anticlerical y defensor de la libertad, quien incluso ya en 1892 apoyó en Cuba a los ñáñigos, en pro de la independencia. Fue agente de aduanas en el puerto de La Habana, padeció del dengue y se vino para España con algunas perras, buenos recuerdos, un guacamayo y un machete con el mango tallado, que le había regalado Maceo en agradecimiento a su colaboración y que junto con otras cosas, desapareció de la casa durante la incivil guerra. En Riberas, encontró a una paisana guapetona y oronda, llamada Cándida, se casó, levantó una casa de tres plantas, con solana y galería, plantó una palmera y una magnolia y se dedicó a la placentera vida de vivir de las rentas, las tierras y los montes. Tuvieron cuatro hijos: Evaristo, Clarisa, Sagrario y Marina, mi madre.


Parece ser que era muy guasón, que participaba con mucho ardor en las cencerradas y folixas populares y que cuando el poeta Rubén Darío estuvo en Riberas  y S. Esteban, mantuvo una esporádica, hablaban en inglés y se tomaban algunas copas de más. Cerca de la casa, en la zona llamada El Parador, había una parada de postas que tenía un variopinto colmado, fonda y comedor y en donde su dueña, Socorro, adecuó una especie de pequeño casino, para prolongar se negoció hasta altas horas de la madrugada. Mi abuelo, quizás como consecuencia de su folganza, se acostumbró a frecuentar el lugar y se fue enviciando con el peligroso juego del monte, acompañado de alcohol, tabaco y café, perdiendo bastante dinero, tierras y salud, hasta que le dio una fulminante angina de pecho a la puerta de casa.
De mis tías y la abuela yo tampoco recuerdo nada, pero de mi Tío Evaristo, más conocido como Istín, solterón y también republicano, aún mantengo vivo su recuerdo por el acercamiento que tuvo conmigo y las cosas que me enseñó, imprimiéndome el sentido de la libertad, la responsabilidad y el respeto a los demás, aunque sin agachar la cabeza más que para no pisar a nadie, pero sobre todo me inculcó una atención y un especial apego a la Naturaleza. A veces me levantaba temprano para ver salir el sol, la luna llena o la formación de una tormenta, para que comprendiese bien nuestra pequeñez. Aprendí a distinguir el canto del ruiseñor, del mirlo, la curuxa, el cuquiellu y el cuervo y me explicaba el misterio de la floración, de los frutos, los distintos portes de los árboles y sus maderas y apreciar la fragancia de las flores, de la hierba seca al sol o del ozono después de la lluvia. Humildad
Época muy especial fue, cuando en esa casa estuvieron de caseros desde 1947 hasta 1952, Manolo y Josefa y allí nació Mª. José, Pepa, que con el tiempo llegaría a Concejala por el PSOE en el Ayuntamiento de Pravia. De Manolo, que hizo muy buenas migas con Istín y coincidían en muchas maneras de pensar, también asimilé el valor de la solidaridad, el compañerismo y su respeto a los árboles y las plantas y su habilidad para solucionar o arreglar cualquier avería, desperfecto o problema. Nunca estuvo la casa tan bien cuidada, como en aquellos cinco años. Era uno, como tantos otros de izquierdas, que tuvo que hacer de todo y sin destacarse para sobrevivir, trabajando la tierra, cortando o plantando árboles en los montes, sacando carbón del río junto con Manolín de Luz y hasta poniendo celadamente inyecciones a quien no podían pagar a un practicante.
El tío Istín se murió en 1955, calladamente y como siempre, sin molestar a nadie. Nuestra madre, una católica tradicional en aquellos tiempos, siempre había tenido


mucha preocupación por el agnosticismo de su hermano y él, entre otros argumentos menos simplistas, se defendía diciendo que solo tenía una especie de confianza o fe en el Universo y un respetuoso desconocimiento en quien lo pudo haber creado, pero que no podía creer en una iglesia y una religión que, entre otras cosas, encerraba y rodeaba de oro a Dios, mientras había gente que se seguía muriendo de hambre. Cuando nuestra madre se empeñó en hacerle un funeral de cuerpo presente en la iglesia de Riberas, con tres curas canturreando latines y dando vueltas alrededor del ataúd echando agua bendita, de repente se me escapó la risa tonta delante de todos los asistentes, al pensar que es lo que diría él, si así se viera.
Manolo también acabó sus días, como no podía ser de otra forma, ayudando a los demás y trabajando de manera reconocida como enfermero, camillero y mantenimiento en el Sanatorio Blanco de Oviedo y su mujer Josefa, antes siempre alegre y sonriente, ya no fue la misma desde entonces, aunque su disponibilidad, si cabe, aún es mayor y su cariño hacia nosotros es más que evidente. Sigue haciendo el pote, como nadie.(1)
En 1943, nos trasladamos a vivir a Madrid, pero todos los veranos íbamos a Riberas reponiendo poco a poco los muebles y utensilios de la casa, que había sido íntegramente saqueada por ambos bandos durante la incivil contienda. A pesar de que era evidente que en ese desdichado periodo, había habido una encarnada participación de algunas familias y vecinos de ideología distinta, la posterior y brutal depuración y  la rigurosa contención del régimen, no permitió que los vencidos llegaran a mostrar nunca, algún tipo de crítica o resentimiento y realmente no hubo conflictos serios entre ellos, aunque el ambiente era bastante triste y los aldeanos sobrevivían gracias a los cultivos de sus tierras y a los animales domésticos, ya que  escaseaba el trabajo  y había gran penuria económica para adquirir otros elementos indispensables.
Como a unos 300 metros pasa el Rio Nalón, serpenteando entre las vegas de Peñaullan, Riberas Y Los Cabos, ya cerca de su desembocadura en San Esteban y separándonos de Santianes, con zonas de pedregales con poco calado y pozas de  mayor profundidad, pero con un apreciable caudal sobre todo en Primavera, cuando las lluvias y deshielos se desborda con frecuencia. El Nalón fue una fuente de riqueza ya desde la Edad Media y proporcionaba la mayor parte del salmón que se consumía en todo el Reino de Asturias y León, pero desde que en el siglo XIX empezaron a explotar industrialmente las minas de la Cuenca, lavaban el carbón a través de sus aguas y a pesar de los más bien ineficaces filtros, miles de toneladas de restos de este mineral eran arrastrados a todo su recorrido haciendo desaparecer ese paraíso salmonero en


un amplio tramo del rio, pero como afortunadamente la Naturaleza tiene sus propias defensas y a pesar del delicado ecosistema y de una manera no muy explicable, todos los años, el rey de los peces siguen remontando esas aguas hasta el Narcea, para allí desovar. En parcial compensación a ese desastre ecológico, en los años 40 y 50, sirvió para dar trabajo y proporcionar pequeños ingresos a los carboneros de río, sacando penosamente esos residuos mediante una grandes piñeras, unidas al final de un grueso astil de madera, que introducían hasta el fondo y una vez sacadas las hacían vibrar, sacudiéndolas fuertemente para que cayera la arena y solamente quedara el fino carbón. Cuando las chalanas auxiliares estaban llenas, generalmente eran llevadas, a golpe de remo y aprovechando las corrientes y la bajada de la marea, hasta la dársena de San Esteban.
Otra riqueza que proporciona el Nalón es la angula, que desde el Mar de los Sargazos se traslada todos los años hacia el Otoño-Invierno, hasta el último tramo de la ría, puesto que las mareas penetran un par de kilómetros tierra adentro. Unas aguas que hace años bajaban negras, aún acogen a ese casi trasparente alevín, que hace unos pocos años y en la época invernal, era consumida ocasionalmente casi como un casi normal alimento de temporada, por vecinos, chigres y restaurantes. Actualmente casi se ha llegado a su extinción, derivada en gran parte por una descontrolada pesca y fundamentalmente por la insaciable demanda de Japón, llegando a venderse a precios desorbitados, ya como un caprichoso artículo de alto lujo.
Nuestros vecinos más próximos eran, Fausto, hombre de no muy buen carácter, buen distinto del de su hijo. Alfredo, barbero y más tarde cobrador de arbitrios. Estaban también, la casa de Segisfredo, la de María Socorro, el chigre de Pepe Marina y la casa de Isabel y su hija Elma, la mejor vecina y mejor amiga, que siempre estuvo, desinteresadamente y cerca de nosotros, compartiendo problemas y circunstancias. De vez en cuando, iba por nuestra casa Aurora de Pumeda, una paisanina muy mayor, con vestido y pañuelo negro, la cara arrugadina como una manzana pasada, boca hacia adentro y mirada profunda, que todavía hablaba los últimos restos del lejano bable. Después de segar y llenar un paxu de hierba para sus conejos, siempre se tomaba un cafetín caliente con mi madre y se fumaba un pitu. Por nuestra parte le dábamos de vez en cuando un paquete de picadura, para que nos dejara segar con el guadaño y recoger la hierba con el garabatu, los dos con muy mal estilo, mientras ella contaba cosas del Trasgu o de la Santa Compaña.


Aunque de chavales teníamos prohibido el acercarnos al rio Nalón de todas maneras nos pasábamos horas intentando pescar algún muíl o anguila con rudimentarios aparejos o remando en los chalanos, terminando por hacer competiciones lanzando pequeñas piedras al agua con nuestros gomeros, arma esta que junto con una pequeña navaja, formaba parte indispensable de nuestra fantasía aventurera y que si además disponías de una linterna de petaca, te convertía en guía seguro. Aparte del rio y la vega que le acompaña, Riberas está en parte abrazada por unos montes de altura media, cubiertos de pinos, robles, castaños, nogales y más eucaliptos de los deseables. Entre bosques y pradones, baja un riachuelo popularmente llamado La Huelga, en cuyo corto recorrido, unos remansos y unas pozas, en las que metíamos con refuelles o con un sedal, anzuelo y unos merucos, alguna vez lográbamos pescar una buena trucha y zapataeiros asgaya. Aquella mezcla de rumores de arroyo, ramas y hojas, con algún mugido de vaca y el cercano canto de un mirlo, más nuestra imaginación, nos situaba en plena selva amazónica y durante varios años, esos lugares fueron también un recurso para improvisar excursiones y merendolas.
Recuerdo haber formado parte en un amagüestu y también en alguna esfoyada durante la que siempre había algún mozo intentando hacerles rebelguinos a las mozas, con el anís favoreciendo cantarinos, chistes y adivinanzas. Aún conservo en la memoria una que decía: ¿ Y qué cosa cosadiella ye una cosa… alta por alta y redonda como un platu?. - Ye la luna.- respondía algún ingenuo. -¡ Pues el que comi cagallones, non ayuna !.
Éramos todavía adolescentes cuando jugábamos a escondernos y perseguirnos entre los maíces crecidos de Agosto o fumando los primeros pitos de porreta entre toses y arcadas bajo las pilas de narvaxo del maíz recogidodespués de recogido el maíz y eso nos parecía como empezar a ser mayores y a vivir la libertad más elemental, pero aún considerábamos una gozada el comer manzanas al atardecer tumbados en los pradónes de Arco o cuando pocos años después hacíamos trepadas a la Peñona, llena de rebollas y las andaduras monte arriba, pasando por la casa de Pepe la Roza, tomando un tazón de leche recién catada y siguiendo la Huelga hasta más allá de su nacimiento, ampliando cada vez más las travesías por Las Rabias, La Llamera, Los Veneros, con aquellos prados, bosques y montes que nos ofrecían una sorpresa, un sonido o un olor en cada revuelta y sobre todo la grandes  desde Santa Eulalia o desde el Birabeche,  en donde perpetué esa hermosa panorámica por medio de una antigua cámara, de fuelle extensible, obturador de tres velocidades y placas de cristal de 10x15.


Cada año y según íbamos avanzando en edad, aparecían nuevas inquietudes y nuevos tipos de entretenimiento, pero estando siempre muy limitados al no tener aún medios de transporte y disponer de muy poco dinero, por lo cual nuestra impaciencia nos llevaba a conocer todo lo que estuviera a nuestro alcance y conectar con amigos de todas las edades pasando buenos ratos, haciendo alguna broma o travesura, jugando a los bolos o simplemente nos interesábamos por sus labores o trabajos.
En la carpintería de Luis Pérez, enredábamos entre formones, azuelas cepillos y virutas, haciendo forquetas para los gomeros o un buen tiratacos. En los molinos de Amada o Soledad, nos divertía el ver caer los granos de maíz desde la moxeta y la talandoria saltando sobre la muela y el ruido del agua pasando por el salivo al rodezno. Servanda, se partía de risa al vernos mantener el equilibrio al montar en burra con parigüelas y Pepe Sama, nos dejaba a veces “ayudarle” a hacer aquellos chorizos y morcillas tan olorosas, aunque nunca nos permitió ver matar a los xatos hasta que ya fuimos muy mayores y en su tienda de ultramarinos pasábamos grandes ratos con Ana y Maruja comentando los pequeños sucesos del momento y en una ocasión, con mi primo Pepe Luis, mayor él y yo mocín, subimos en bicicleta hasta llegar a Ventosa, reventaus y secos, pero allí merendamos lacón con sidra y pan de escanda por cuatro perras, para bajar algo enfilaos y a tumba abierta hasta San Román, Santoseso, Peñaullan y Riberas.
Otra experiencia personal inolvidable, fue cuando nuestro primo Ángel, conocido en La Arena como El Sayón, me invitó a compartir con él la pesca de la angula, una noche del mes de Noviembre. Después de seis horas de vueltas por el río, llegue de vuelta a casa a las 7 de la mañana, con un tremendo frío y empapado de humedad pero con 4,5 kilos largos de blanca angula, pero lo mejor de todo, fue que mientras esperábamos la hora de la marea, Angelín me contó la historia de la angula y después sus experiencias en la mar hasta que tuvo el accidente y después, durante la pesca misma, estuvimos compartiendo abiertamente nuestras respectivas dudas religiosas, asombrándome su inquietud por saber y aprender de las cosas más transcendentales de la vida. Era un hombre algo retraído, bastante tímido y solitario, pero con una calidad humana muy sensible.
. Para quienes viven todo el año en una aldea, esas cosas son los conocimientos y sensaciones habituales de cada día, que aprende solo y que posiblemente ya no le den demasiada valoración, pero para unos chavales que habitualmente somos víctimas de una ciudad era muy importante, aún con sus miedos y sus riesgos, el llegar a ortigarse


las piernas, el que te picaran las avispas, resbalar en una figal, pisar un cagallón o un llimiagu o caerte patas arriba al romperse un estrobo de la chalana. Con esas vivencias tan elementales y entre otras cosas, porque no había prácticamente nada de nada en aquella posguerra tan triste, nos sentíamos entroncados con el pueblo y tratábamos de participar en todo cuanto podíamos, aunque a veces fuéramos un tanto ignorantes y estorbáramos más que otra cosa.
Soy consciente de que en aquellos tiempos, algunos teníamos un nivel de vida más alto que el de la mayoría de los habitantes de Riberas pero, que yo sepa, nadie me lo echó en cara y fui admitido siempre con toda naturalidad en todos los hogares. Por eso y por ser algo parte de todos, no ignoré que hubo gentes que durante un tiempo pasaron desasosiego y penuria, al haber sido marginados por mantener pacíficamente sus ideas políticas, y hoy día me satisface y me enorgullece interiormente, el que el nivel de la mayoría de mis paisanos, sin milagros ni loterías, es ya muy superior y que sus necesidades más elementales están más que cubiertas, gracias a su trabajo y a las actuales circunstancias democráticas del país, sin miedos y con una serena convivencia pacífica de todas las ideologías.
Pasado el tiempo, seguimos manteniendo el contacto con las pocas amistades cercanas que van quedando y que también nos hacen recordar a los que se fueron, algunos de cuyos nombres ahora ya no recuerdo, pero que sus caras, las de antes, de vez en cuando se renuevan en mi interior, como el eco de las canciones del inolvidable Tomasín. Sigo queriendo a mi patria chica y a sus gentes, y mi mujer y nuestros hijos, a pesar de no haber nacido allí, llevan y sienten a Asturias como una cosa propia y hasta el nieto mayor, también madrileño, entre sus amigos y compañeros presume de llevar sangre asturiana. Mi hermano Juanjo (*) y mi cuñada Julita, tienen los mismos sentimientos y sus hijos y nietos, siguen el mismo camino.
Sin embargo, también nos produce mucha tristeza el contemplar la Asturias actual, con una gran población jubilada, las minas, la pesca, la ganadería y la agricultura en precario y nos deprime ver tantas viviendas cerradas y esa casa nuestra en venta, abandonada y sin vida, por problemas familiares absurdos y por obtusas dificultades de entendimiento. Y notamos un gran vacío, viendo como la población de Riberas disminuye día a día, con una veiga casi convertida en prados, sintiendo la ausencia de las varas de hierba, echando de menos las manzanas minganas y muy desilusionado porque ya no se ven luciérnagas por la noche, ni se oye alguna lejana asturianada...


Tal vez, aparte del lógico cambio de los tiempos, es posible que a Asturias le pase como a la sidra: que tiene que caer bien, en el borde, para sacarle su buen sabor....


CARLOS RODRíGUEZ-NAVIA MARTÍNEZ.
Madrid, Septiembre 2003
.
(*) Notas actualizadas.
Josefa, falleció en Pravia en 2017, con 95 años y siendo tatarabuela.
Juanjo, murió en Agosto de 2017 con 89 años y sus cenizas vuelan por Riberas.

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